jueves, 9 de enero de 2014

La Tatacoa: Lo cierto y lo incierto de un desierto.

La visita a este cautivador paraje me ha dado la posibilidad de refrescar, reciclar y de paso demoler algunos conceptos aprehendidos en las bancas de la escuela y en los pupitres del colegio. La primera reminiscencia fue la de los Israelitas en el desierto, interrelacionada esta referencia con la de Keller Werner, un ingeniero mecánico, médico, abogado y periodista, autor del libro: Y la Biblia tenía Razón.

 
Sin la intención de impedir la lectura de este apasionante documento, déjenme adelantarles que es una investigación arqueológica y de antropología, publicada a finales de 1980, que  le sigue los pasos a hechos narrados en la biblia y que el explorador alemán llegó a demostrar que no son cosa de Yavé, como está escrito en el Éxodo y en Números, sino fenómenos naturales propios de la dinámica de un ecosistema, que vivieron los hebreos en el tránsito a Canaán, la Tierra Prometida, pero que murieron creyendo que era obra divina y no una manifestación natural.  


En la Biblia se dice que el maná era el pan enviado por Dios a los israelitas. Werner encontró que efectivamente era un alimento usado por los nativos, proveniente de una planta oleaginosa, cuyos frutos eran transportados por los vientos y que al caer sobre la arena caliente se disuelven. Al lado del maná están las codornices, aves que cruzan el mar Rojo, por el fenómeno de la migración, y llegan exánimes al otro lado del mar, lugar donde los pobladores las cazan para su alimentación. En los Números se lee, que los israelitas quisieron devolverse a Egipto, pero que Dios le mandó codornices en exceso y en exceso comieron algunos, emergiendo de allí el pecado un pecado: La gula.



En la Tatacoa, lo primero que se percibe es que no es un lugar carente de vida, estéril, donde las condiciones ambientales son tan adversas que no puede sobrevivir nada; es decir, no es un desierto, tal como lo enseñan algunos maestros y como religiosamente lo creen los niños. Más bien es un ecosistema árido, escaso de precipitaciones, pero no por ello carente de vida.


En la Tatacoa hay agua y si hay agua haya vida, porque la vida, según las enseñanzas de Oparín, deriva del agua. En el camino hacia Los Hoyos hay una piscina y en la Villa de Márquez hay otra, con agua tratada -en esta última- a través de las propiedades de los cactus, obra humana emergente de la sabiduría popular de un campesino y de su familia.  

El agua no brota en un oasis, como lo aprendí en la escuela, sino que emerge de las venas de agua subterránea, siendo almacenada en pozos o aljibes, para luego ser transportada a baños, cocina y tanques, tal como funcionan los acueductos de algunos caseríos de Macondo, aún en el siglo XXI. La motobomba que usan los campesinos en el desierto es la vara mágica que usaron Moisés y Abraham para verter agua, y la manguera, que lleva el líquido, presenta la apariencia de serpiente que tenían esas varas.

Un segundo aspecto a resaltar en este periplo es el relativo a la fauna y a la flora. Los cactus son las plantas que predominan, en eso no se equivocaron mis maestros de Biología; no obstante, uno de los pobladores del desierto, muy versado, por cierto, sostiene que no es cierto que la fotosíntesis de estas plantas se produzca con la luz del sol sino en la noche, porque así las plantas no se desaprovisionan del agua que requieren para vivir.

Otra de las aseveraciones de don Rafa, se centra en que no es verdad que los cactus crezcan 1 centímetro al año, lo mismo que el frailejón. Argumenta su respuesta en el conocimiento que tiene de las especies de cactus que hay en la región, producto de un censo hecho por él mismo en la búsqueda de fomentar el cultivo de las cactáceas con fines microempresariales y de la observación cotidiana.

En la Tatacoa, como en algunos territorios de Macondo que se han venido convirtiendo en zonas áridas, por efecto de la erosión, no faltan las manadas de chivas, el ganado vacuno, las aves, los insectos, los reptiles y hasta loros domésticos. Uno de los suculentos platos que los pobladores le ofrecen al visitante es el chivo asado o sudado y la opípara pepitoria.

Además de los cactus, los moradores del desierto adornan sus viviendas con otros vegetales: El Nin, plátano, tomate, la sandía, entre otras plantas. Para su mantenimiento usan el agua en mangueras, mediante el regadío goteado con técnicas israelís. 
        
En la segunda zona árida más extensa de Colombia, después de la península de la Guajira, los campesinos también acuden a la clasificación de residuos sólidos para cuidar el ecosistema. Las botellas plásticas las llenan de arena y con ellas cercan espacios como el corredor, incluso están edificando una pared para hacer una habitación. A diferencia de los nativos de la Guajira, en la Tatacoa no usan el cactus seco para los techos de las viviendas, utilizan la guadua y encima de los techos colocan sementera, para refrescar los espacios en los que realizan sus actividades. Curiosamente esta vivienda está soportada en unas columnas redondas, con canaletas, imitando las columnas de El Partenón.  

Y cierro este relato puntualizando tres cosas: la primera, que ese "Valle de las Tristezas" que halló Jiménez de Quesada no existe, la Totacoa es un lugar donde; como dice la canción, se siente alegría hasta debajo de las piedras. La segunda, que la Tatacoa ha sido una Tierra Prometida por los politiqueros municipales, regionales y nacionales. El maná ha sido el clientelismo, la privatización, los votos y la expropiación. No en vano hay más de 600 familias luchando contra el Estado porque les han desconocido su tenencia.


El tercer aspecto tiene que ver con la sabiduría popular, aquella que visibilizó Fals Borda desde Campesinos de los Andes. De esa  abiduría ha dado cuenta don Rafa, un campesino que no oculta sus sufrimientos en el rostro, forjado en la lucha por la tierra, un soñador, un agrodescendiente que ha puesto a Colombia y al mundo a degustar las delicias del cactus en vinos, dulces, conservas y mermeladas. Un campesino quien con su familia ha ayudado aliviar, a cientos de personas, las dolencias del colon y de la piel, con bebidas y cremas extractadas de los cactus. 


 Un campesino que, como lo escribió Theodor Shanín: hace suspirar a los economistas, sudar a los políticos y maldecir a los planeadores, porque frustra sus aspiraciones, una de ellas no querer patentar la formula que ingenió para elaborar los productos del cactus. Él dice que no, porque no hay honradez en los funcionario y que corre el riesgo de perder su patrimonio cognitivoe. Pero, sobre todo, una familia campesina que sabe, a carta cabal, que el secreto de la felicidad está en querer lo que se hace, por eso la buena atención es un antídoto a la fatiga que produce el sofoco. Un agrodescendiente que ha sabido resistir ante las embestidas de los entes gubernamentales, quieens además de fustigarlo porque muestra otros valores del diserto, le quieren impedir la continuidad de su microempresa.    
    
Como inicie el escrito haciendo la alusión a un estudioso alemán, lo cierro evocando las enseñanzas de otro alemán, el profesor Ernesto Guhl Nimtz, en las clases de Geografía en la U. Nal. Él aducía que La geografía somos nosotros. Donde no hay gente no hay geografía”. Sostenía "El geógrafo que redescubrió a Colombia", que uno no debía viajar "como un bulto de papas"; por eso, siento el deber moral de decir algo a través de la escritura, porque - lo decía Manuel Mejía Vallejo- En nosotros los latinoamericanos escribir es casi un deber cívico y político en el mejor sentido de estas palabras.




José Israel González B.
Bogotá DC, enero 9 de 2014