LOS CINCO SENTIDOS DE UN MAESTRO A LA COLOMBIANA.
Una
reflexión para la conmemoración del día del MAESTRO
El 13 de octubre de 1989, Brecha, un periódico de Montevideo, publicó el escrito de Corina Gobbi, intitulado: Los cinco sentidos de una maestra. Buceando en el océano de la literatura educativa, el escrito llegó a mis manos y con base en éste se elaboró una ponencia a dos manos para el seminario Evaluación Nacional de Docentes, organizado por la Cooperativa Editorial Magisterio en 1999. Dada la importancia del 15 de Mayo para maestros y maestras, coloco en el corazón de mis colegas la versión del escrito, como un gesto de reconocimiento, respeto y admiración por el trabajo que, día a día, realizan para hacer de Colombia una patria al alcance de quienes la amamos.
Pero,
además, 40 niños y niñas transgreden todas las leyes de La Gestalt y de la
Teoría Conductista, no hay estímulo natural que valga. No hay configuraciones
posibles para un guarismo tan grande de cuerpos movedizos, frágiles y fieros.
Mis pobres ojos son sólo dos, fijos y frontales. La naturaleza tendría que
sabiamente modificárnoslos, en una mezcla de caracol y gallina, por ejemplo,
para poder captar parte los acontecimientos. Por ahora, siguen siendo
apropiados para enfocar abarcativamente sólo a 25 o menos, como ocurre en Cuba
y en Estados Unidas. ¡Ah! casi se nos olvida, esos ojos gustan más de las
pantallas y de los ciberespacios que de nuestra presencia; de eso no cabe la
menor duda. Reunidos los 300.000 maestros y maestras de Colombia, no podríamos
en un minuto fijar la atención que produce una pantalla, puesto que son
millones y millones los estímulos que ella produce. Ahí, tenemos una desventaja
de centurias. No obstante, los maestros y maestras tenemos mirada de lince.
El oído: el ruido que soportamos supera ampliamente los 90 decibeles que un ser humano puede tolerar, el salón de clase es como un lugar donde hay más de media docena de locutores con sendos radios encendidos con prédicas distintas. Pero no es sólo esto. Hay 40 y más voces que llaman: “profe, no tengo lápiz”: “profe, esta niña me molesta”, “profe, ¿me deja ir al baño.?" ”, profe, ¿ya vamos a salir al recreo?. Pues, no todo el tiempo la clase es activa y ordenada, ni se sumerge en una pasión creativa y unificadora.
La entropía anuncia la existencia del Caos y la Complejidad, teorías emergentes en el siglo XX y augurales en el siglo XXI. Además, hay ruido en el patio, en la calle, siempre aparece “algún acontecimiento” distractor. Un niño se lastimó, otro se escapó de la clase, a fulanito le robaron el mendrugo de pan, aquélla perdió la moña, a perencejo le dio la pálida, porque su estómago está vacío, a la niña del rincón se le bajaron las defensas por la infección renal, a un buen número de educandos les motivan otras cosas menos los contenidos de clase. Pero, sobre todo, estos niños exigen atención, requieren afecto, que se les hable al oído, que su maestro o su maestra les diga palabras que dan vida, buscan hallar en la voz del maestro algo que no han encontrado aún en su experiencia del mundo ni en la de su familia, persiguen por todos los medios el amor. Y yo estoy ahí, horas a su disposición y a veces me toman por asalto para que los escuche con cualquier pretexto. Es cuando uno dice, para ser maestro se necesita además tener oídos atentos, porque aquí se invierte la ecuación: mil palabras valen más que una imagen, entre otras cosas porque las imágenes que a diario ven no satisfacen sus deseos como sí las palabras amorosas de sus maestros y maestras.
El
tacto: y cuando digo por asalto, es
en un sentido literal; 40 niños son 80 manos,
400 dedos y millares de sinapsis que se producen; te acarician, te
alcanzan el cuaderno para corregir, te interrumpen el paso, te dejan las huellas
del sudor y del dulce en el vestido y las de sus desgracias en el corazón y en
el cerebro. Mi cuerpo no da para 80 manos y para más de 40 cuerpos que se
recargan ,momento a momento, sobre los hombros. ¿Y tantos estímulos, cómo
llegan a mi rica corteza cerebral?. Yo qué sé. Pero, eso no es todo. Yo también
quisiera acariciarlos, tener un gesto, abrazarlos, ser tierno o tierna,
sentirlos y ayudarles a ser mejores personas, excelentes ciudadanos, brillantes
profesionales, diligentes padres y madres de familia en el mediano plazo.
Pero
son muchos, insisto, son cerca de medio millar de dedos. Así, mi cuerpo recibe
órdenes contradictorias. Eso es lo que
explica por qué a los docentes nos duele tanto la espalda y el cuello. Puro
estrés, la transducción se vuelve corto circuito. Encima el frío, el polvo, los
problemas familiares, laborales, personales, ambientales y a veces cuando
llueve, las goteras, la música desafinada que produce la caída de la lluvia
sobre las tejas de zinc o de eternit. El frío nos tensa, nos encierra, nos
distancia, pero nos convoca a unirnos. Estamos a 2689 metros más cerca de las
estrellas. ¡Ah !, ¿cómo lo sienten? Pese a las adversidades, mi tacto sigue
esparciendo sin reparo el calor humano que demandan las prolongaciones de los
maestros y maestras conocidos como educandos.
El olfato: esta es la parte más difícil de explicar. Hay que amar verdaderamente, amar lo que se hace, o no tener más remedio, para poder husmear lo que los maestros y maestras olemos. Es que la mugre y la miseria huelen, y huelen fétido, son los olores del capitalismo rampante. Son los olores más recónditos, inhóspitos, más íntimos, más regresivos, más estimulantes del rechazo. Aquellos que la civilización ha aprendido a sublimar. Cada parte del cuerpo, cada intercambio no controlado, huele. Y nosotros les decimos: “tienes que bañarte, tienes que lavar la ropa, tienes que usar desodorante, hay que lavar las medias, los pantis, los dientes y los calzoncillos. En una palabra, hay que quererse más y tratarse mejor, hay que luchar por la dignidad. Se necesita verdaderamente amor y coraje en este asunto.
En
no pocas ocasiones está el olor a “picho”. No controlan los esfínteres, porque
tienen frío, toman mucha agua para mitigar el hambre, porque el hambre da sed;
piden ir mucho al baño; se angustian porque, los niños más grandes los asustan,
les quitan las onces, los amenazan “a la
salida nos vemos”; porque tal vez, en su casa se les generaron miedos y formas
de sobrevivencia a través de la agresión al otro, incluso hasta de la
eliminación física. Pero claro, ¿quién no se asusta cuando lo amenazan o cuando
lo maltratan?. Cualquiera, ¿no es
cierto?. No es un secreto para los maestros que, “la extorsión, el insulto,
la amenaza, el coscorrón, la paliza, el azote, el cuarto oscuro, la ducha
helada, el ayuno obligatorio, la comida obligatoria, la prohibición de salir,
la prohibición de decir lo que se piensa, la prohibición de hacer lo que se
piensa, la prohibición de hacer lo que se siente y la humillación pública, son
algunos de los métodos de penitencia y tortura tradicionales de la vida
familiar. Les asiste la razón a un grupo de escritores latinoamericanos,
quienes en el año 2000 expresaron: “En las puertas del próximo milenio el
hombre está conquistando las estrellas, pero aquí en la tierra no ha llegado al
corazón de los niños”.Sin embargo, la enseñanza de los Derechos Humanos
comienza en la familia.
El
gusto. Después de todo ésto, ¿qué
sabor le puede quedar a un maestro o a una maestra en la boca?. Cuando
tomamos una aguadepanela hirviendo, cafecito, tinto, o aromática para
reconfortarnos un poco, en un lugar estrecho, donde casi no hay condiciones
locativas para intercambiar entre nosotros, o conversar o para chismosear
pacíficamente y casi ni un saludo, apenas si lo disfrutamos. Junto con el
líquido caliente nos tragamos la angustia. No está previsto. La masticamos como
un cuero que no se puede tragar, como un borrador, junto con la frustración, la
humillación, el desasosiego. Y cuando llegamos a casa ¿qué?. Más angustias, más
temores, más sospechas, más tensiones, más trabajos, más psicosis, porque en
nuestro cuerpo están encarnados los 40 y más seres humanos y todo lo que
implica la humanidad de unos pequeños educandos, que si bien es cierto sus
casas son humildes- como lo expresó un día el viejito de las Cenizas de Ángela,
en una escuela de Irlanda, -“sus mentes pueden ser como palacios”, que exigen
mejores posibilidades de desarrollo emocional, intelectual, moral, ético,
político y cultural.
Pero
las glándulas salivales también se alteran al escuchar expresiones como ésta de
un padre hacia el hijo: “Ama a tu
maestro porque pertenece a esa gran familia de trescientos mil maestros de
educación preescolar, primaria y media esparcidos por toda Colombia, los
cuales son como los padres intelectuales de millones de muchachos que crecen
contigo; trabajadores no reconocidos y mal pagos que preparan para nuestro país
un pueblo mejor que el presente.
Yo
no estoy satisfecho del cariño que me tienes si no tienes también para todos
los que te ayudan, y entre éstos, tu maestro es el primero, después de tus
padres. “Ámalo como amarías a un hermano mío, ámalo cuando te acaricia,
cuando es justo y cuando te parece que es injusto, ámalo cuando es alegra y
afable, y ámalo todavía más cuando lo ves triste. Ámalo siempre. Y pronuncia siempre con respeto este nombre:
maestro, que después del de padre es el más noble, el más dulce nombre que
pueda dar un hombre a otro hombre”.
“Nosotros no somos apóstoles ni mártires,- decía un maestro a los padres de familia -somos trabajadores y trabajadoras de la cultura, de la pedagogía, somos los arquitectos del saber: los apóstoles eran tipos muy macanudos; pero a ellos no le llegaban los recibos de teléfono, energía, gas, acueducto y alcantarillado, sin subsidio y upaquizados, ni pagaban arriendo, ni colegio, ni universidad, ni les tocó padecer la privatización ni la globalización, ni la revolución de la información, ni sufrieron la catástrofe neoliberal”. Pensemos que a nuestro alrededor tenemos dulzura, algo que nos incita a golosinear, digamos amorosamente que se trata de 40 postres.
¿Cómo podemos saborear esas cuarenta inteligencias?; ¿será posible realizarlo en tan poco tiempo?, ¿si los consumo todos o la mayoría me indigestaré?. Los maestros somos un cuerpo cuyo sentidos a diario se ponen en juego abarcando otros dimensiones como el sentido del humor, el sentido de la responsabilidad, el sentido de pertenencia y el sentido pedagógico de nuestras prácticas. Los maestros no estudiamos para ser la “segunda mamá”, ni el “segundo papá”, y sin embargo, en ocasiones toca serlo. Hoy, los padres y madres de nuestros educandos trabajan, tienen muchos hijos, están sobrecargados de problemas, siendo los maestros y las maestras el apoyo invaluable en la formación de sus hijos e hijas.
La
persona que no ha tenido la oportunidad de olfatear en la práctica pedagógica,
quien no ha escuchado sus ruidos, quien no ha degustado los sabores y
sinsabores, quien no ha visto su panorama in situ, y quien no ha sabido
qué es tener la piel erizada en el arduo trabajo de enseñar y de dejar
aprender, difícilmente puede hacer juicios de valor justos con los maestros y
maestras. Lo que diferencia al proceso de enseñanza y aprendizaje de otros
procesos, su peculiaridad, es que la transformación no acontece con objetos
materiales inanimados como en una fábrica, sino con seres humanos particulares,
con personas que se modifican a sí mismas con la ayuda de otras personas más
capaces; es decir, con los pedagogos, sujetos preparados para guiar, orientar,
mediar, compartir, investigar, comprender y afirmar la cultura, el
conocimiento, los valores, la tecnología y el amor.
En
un panorama como este, la importancia del magisterio no tiene discusión, el
valor de su trabajo es colosal, porque prácticamente los maestros y maestras
somos los únicos que le estamos dando al niño lo mejor que puede dárseles. Los
maestros en medio de la ingratitud y el olvido, como lo escribe Castro
Saavedra, hacemos el más noble de los oficios: cultivar la inteligencia de los
niños, niñas y jóvenes, estimular su pensamiento, animarlos a encontrar la
rosa de la razón en la cruz del presente, como lo dijese Hegel. Un abrazo
para todos y todas en este inconmensurable día.
Con
sentimientos de aprecio. José Israel
González Blanco, Trabajador Social, Colegio Nuevo Horizonte. 2004.
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