martes, 8 de octubre de 2013

La palabra en la escuela...


A finales de agosto del año en curso, El Tiempo publicó una columna titulada: Colombia, un país donde hasta el lenguaje se corrompe. La lectura del texto de Gossain no la pude escindir del paisaje educativo; al contrario, mantuve un estrecho vínculo con la vida escolar, llegando a colegir, cual verdad de Perogrullo, que la escuela no escapa a tal corrupción, o si se  quiere a la suplantación del discurso pedagógico y didáctico por términos que enrarecen su estirpe disciplinar.  Pero en la médula espinal de la corrupciòn del lenguaje está  la estupidez de nuestro idoma, que al decir de Fernando Vallejo "sigue cediéndole espacios al inglés por no adoptar un sistema ortográfico basado en la fonética y no en la etimología".

Para incitar el debate: a las vacaciones ya no se les dice asuetos sino receso escolar; los rectores suelen nominarse gerentes o jefes; a los maestros no se les designa pedagogos sino guías, acompañantes; el centro que educa ya no es la escuela sino la institución; a la Urbanidad de Carreño se le conoce como Manual de Convivencia; al recreo se le señala como descanso; al avío, medias nueves u onces se les echa de ver como refrigerio o lonchera; al salón que tiene computador o tablero electrónico se le aclama Aula inteligente; al acto de subir a un niño de un curso a otro se le dice promoción anticipada; al buen rendimiento de un estudiante se le menciona desempeño aceptable; a la capacidad de aprendizaje, competencia; el niño inquieto, bribón, es hiperactivo; la inversión en educación posa ser una relación costo beneficio; al maestro que está a punto de chiflarse se expresa que padece el Síndrome de Agotamiento Profesional y que ese episodio lo puede llevar, no al asilo sino a la Clínica de reposo; a la maestra se le inviste como cucha; el retardado mental es un individuo con déficit cognitivo y al de coeficiente intelectual alto llegará el momento en que se le sitúe: con superávit cognitivo.    
          
No cabe la menor duda de que las palabras significan lo que los seres humanos queremos que signifiquen, como no cabe duda de que quienes las imponen buscan el poder. Ya lo expensaba Mäder “Todo el que pretende imponerle su dominio al hombre, empieza por apoderarse de su lenguaje”. La Economía entonces ya no es una ciencia auxiliar de la Pedagogía, como nos lo enseñaba el profesor Rafael Ávila, sino una disciplina que se viene marchitando el discurso de la pedagogía y de la didáctica, con la mirada complaciente de muchos docentes, porque los verdaderos pedagogos no abdican a la descendencia. 

Yo quiero que puedan hablar las palabras
Conversar es escribir palabras en el aire, así lo hizo Pitágoras quien desdeñó la escritura o Platón quien inventó el diálogo filosófico para obviar los inconvenientes del libro, conversar no es “echar cháchara”, ni “perder el tiempo”, como escucha uno de los labios de muchos maestros y directivos docentes, alienados seguramente por el dominio de la economía financiera y alejados de la pedagogía, esa economía empotrada en la escuela que no ve ni al maestro ni al estudiante como persona, sino como recurso, como instrumento de producción, como objeto de las políticas y no como sujeto de las mismas, como un código per capita
Ya no se conversa en la escuela como otrora, la escuela no es el telar de la palabra sino el taller del activismo y de la mudez; se descree en la palabra y se privilegia la evidencia, vale lo que es observable, medible y cuantificable, cual precio Positivista, como si toda la vida humana no ocurriese en conversaciones, desde antes de la cuna hasta después de la tumba, porque con los muertos también se habla y con los dioses. Por eso- evocando a Galeano: “ Yo quiero que puedan hablar las palabras” que son mejores que la mudez.  
Mudez y silencio son abyecciones de la conversación, aunque el silencio tiene su lenguaje. Maturana sostiene que lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de enseñar lo nuevo, sino de encontrar en el otro algo que no habíamos en­contrado aún en nuestra experiencia del mundo. Los agrodescendientes siempre han encontrado algo nuevo picando leña, aporcando la labranza, ordeñando las vacas, mirando el sol, las nubes y las estrellas, bebiendo chirrinche, guarapo, supia o güeta. En cambio, los alumnos de hoy no le hallan sabor a la retahíla de los profesores, pero si a la de los maestros que les dibujan historias en su corazón, porque escribir –como lo diría Jairo Aníbal Niño- es dibujar el pensamiento y se aprende a escribir para comunicar lo que siente el alma, sensación que solo puede hacerse mediante el lenguaje. 
Las palabras las inventamos al igual que los números, aduce Fallaci. La palabra, que no es el vocabulario ramplón, fue una protagonista de primer plano de la historia, porque – como lo apunta Borges- “cuando el silencio fue como una censura propia y el mundo se cansaba de pensar, y de exigir sus verdades, los escritores debieron asumir el papel de guías espirituales y encaminar a los hombres que deambulaban por un camino inexistente”. 

La escuela actual se niega a la mudez y al silencio obligado, porque el maestro colombiano ya vivió el “silencio obligado” al lado de las “urgencias lloradas”, tal como lo relata el profesor Martínez Boom. En los enrejados de los colegios y en los alambrados de las escuela se lee en las púas: “le tengo miedo al silencio/ por lo mucho que perdí/ que no se quede callado/ quien quiera vivir feliz”.
Pero la palabra, en esta corrupción del lenguaje y en la "estupidez", no quiere dejar de ser la protagonista. La palabra lucha por mantenerse en el palco en el que la humanidad la colocó, antes de la urbanización y del empuje del capitalismo salvaje, en el que solo se legitima la evidencia, se impugnan las voces y ya ni los perros ladraban sentados. De palabra en palabra, los ojos de los niños pueden llegar al mar y conocer las islas, señala Castro Saavedra.

“Toda la vida humana ocurre en conversaciones”, afirma el científico chileno referido. La conversación es la ruptura con el pensamiento monológico. Cuando una conversación se logra, nos queda algo, y algo queda en nosotros, que nos transforma. El padre de la Hermenéutica, George Gadamer, decía que: “la conversación ofrece una afinidad pe­culiar con la amistad. Sólo en la conversación (y en la risa común, que es como un consenso desbordante sin palabras) pueden encontrarse los amigos y crear ese género de comunidad en la que cada cual es él mismo para el otro, porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos en el otro”. Par poder ser Yo he de ser otro, salir de mí, buscarme en los otros, los otros que me dan plena existencia, apuntaría Octavio paz.  
Aseverar que la conversación ofrece una afinidad pe­culiar con la amistad y que crea comunidad, nos trasporta al mundo de las emociones, una de ellas: el Amor, la emoción fundante de lo social. Pero, siguiendo con la práctica socrática, ¿Qué es el amor? Nada ajeno a la conversación. “El amor es el reconocimiento del otro como legítimo otro en la convivencia con uno”. Subrayo: en la convivencia con uno. Si así se define el amor, vale la pena interpelarnos: ¿En nuestras relaciones cotidianas y laborales hay amor? ¿Nos reconocemos unos a otros como seres legítimos y como diferentes? ¿En nuestro quehacer diario encontramos al otro y nos encontramos a nosotros mismos en el otro, en la otra? ¿Las palabras que tejen nuestras conversaciones en al escuela dan vida o matan, porque no siempre las palabras masajean el corazón ni acarician el cerebro, algunas desencadenan corticol, porque hay personas que disparan, de ahí la advertencia de Huidobro cuando dice que hay palabras que dan vida y hay palabras que matan.
Ahora bien, confieso que esta situación que estamos viviendo en la huerta escolar, en la que se intenta negar al ser humano porque conversa, esta situación que desconoce al otro como legítimo otro en la convivencia, me lleva a colegir con Faulkner, en ese pasaje de Réquiem por una monja, que “El pasado nunca está muerto” o dicho de otra manera, que el pasado: “Ni siquiera es pasado”. Que necesitamos mantenernos en la conversación, porque es dadora de vida y en el diálogo como hacedor de comunidad. Un diálogo que debe ser una investigación, en el que poco importa que la verdad salga de boca de uno o de boca de otro. “Yo he tratado de pensar, al conversar, que es indiferente que yo tenga razón o que tenga razón usted; lo importante – indicaba Borges -es llegar a una conclusión, y de qué lado de la mesa llega eso, o de qué boca, o de qué rostro, o desde qué nombre, es lo de menos”. 
Sin palabra no hay escuela, no hay familia, no hay sociedad, no hay vida humana. José Saramago, el fallecido premio Nobel de literatura, dijo en un discurso en el 2004 que las palabras no son ni inocentes ni impunes. "Hay que decirlas y pensarlas en forma consciente". Necesitamos seguir disfrutando y gozando de la conversación, tal como nos lo legó Estanislao Zuelta. Desterremos de la escuela y de la familia esa epidemia pestilencial que azota a la humanidad y de la cual adviritó Italo Calvino. Entonces…Usted tiene la palabra…

José Israel González B.
Colegio Distrital Nuevo Horizonte. Bogotá DC
Octubre 8 de 2013

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