De la
Violentología a la Conviviología.
Notas para el
pentagrama de la Pedagogía de la convivencia
En
la edición 57 del magazín Escuela Paìs (www.escuelapais.org),
afloró en una de las páginas finales la reseña del libro Saboyá: Campesinos, violencia y Educación[1],
donde 156 de las 210 páginas se ocupan de relatos sobre la violencia, compilados
por el maestro Álvaro Laitón, en el proceso de sistematización. Son testimonios
acerca de las acciones de bandoleros en los departamentos de Santander, Boyacá,
Cundinamarca y el Viejo Caldas. En el corazón del libro descuella la referencia
de Gonzalo Sánchez y Donny Meertens, quienes señalan que "la imagen mítica del bandolero como símbolo de rebeldía contra
las injusticias penetró las aulas escolares y trastocó los valores sociales y
culturales del niño…”[2]
En
el actual momento histórico, sería vago afirmar que el bandolerismo es el
fenómeno de violencia en las ciudades y en el campo, pues el bandolero era un
hombre armado que se dedicaba al robo y el pillaje y más raramente al
contrabando, al secuestro y por lo general, atacaban a los viajeros en los
caminos peligrosos de las montañas. No solían actuar en solitario, sino
organizados en cuadrillas. Hoy tienen otros nombres y otras características
esas manifestaciones de la violencia en los escenarios urbano y rural. Ya no se
habla de cuadrillas sino de pandillas,
por citar un ejemplo. No obstante, esa cultura afectó y sigue trastornando el
aprendizaje de los escolares y la enseñanza, específicamente con el empuje del
currículo oculto.
Para la sociedad colombiana, se decía hace medio siglo que “el
problema de la violencia es un hecho
protuberante”. Muchos lo llegaron a considerar como el más grave peligro que le haya ocurrido
a la nación. Es algo que no puede ignorarse porque
irrumpió con machetes y genocidos: “El machete definió la guerra en Palo Negro”
se lee en el libro antes mencionado. Esos acontecimientos son huellas indelebles
en la memoria de los sobrevivientes y sus efectos tangibles en la
estructuración, conducta e imagen del pueblo de Colombia -sostenían los
profesores Umaña Luna, Fals Borda y el padre Guzman-[3].
En
nuestros días las expresiones de violencia física, sicológica y simbólica se
hacen ostensibles en la quebrantamiento del derecho a la vida, la libertad, la
dignidad y el derecho a la integridad física, sicológica y moral. Dicho de otra
manera, la violencia ha impedido la positivización de los Derechos Humanos y si
se reprime la materialización de los mismos, pues se pone en riesgo la formación ciudadana, misión para la cual
fue creada la escuela en el estado Moderno[4]
Los primeros estudiosos de la violencia en Colombia advertían, que
si no se encaraba el fenómeno, si no se arriesgaba su agitación, que si de él
no se derivaban enseñanzas científicas y rasgos de política social, pues todos
esos esfuerzos no serían más que el despilfarro de oportunidades y un acto no
pequeño de traición a los intereses de la comunidad. Pues bien, cinco lustros después,
el presidente Barco creó la Comisión de estudios sobre la violencia, organismo
encargado de llevar a cabo un exhaustivo diagnóstico, bucear en el análisis de
los factores determinantes y erigir recomendaciones al gobierno, al estado y a
la sociedad. Como médula espinal de ese cuerpo, se conformó prácticamente una
nueva rama específica del conocimiento: la violentología y sus perseverantes,
los violentólogos, facultada la primera y los segundos de explorar esa realidad
que supera cualquier imaginación.
El
papel ha jugado la escuela.
A la escuela, entre otras concepciones, se le ha otorgado la de
ser un espacio de relaciones culturales y a los docentes, trabajadores de la
cultura. En esta lógica, el estamento no ha podido escapar al flagelo de la
violencia, no ha podido impedir su ingreso, a pesar de las fastidiosas rejas y espantos
muros que la demarcan, porque las lesiones están incrustadas en los
neurotransmisores de quienes acceden al recinto y en la sinapsis del contexto
económico-político.
La escuela ha sido fiel testigo, por dentro y por fuera, de la defunción
de estudiantes, padres de familia y educadores por efectos de las armas; la
escuela ha visto enterrar ilusiones y ha sepultado utopías, por la osadía de la
problemática social, la escuela ha cambiado su rumbo de ser proyecto cultural a refugio de la
economía de mercado, pero con todo y eso, no renuncia a seguir siendo el lugar para
imaginar, pensar, soñar, amar y cultivar la felicidad, a pesar de haber
sobrevivido a veintinueve guerras civiles y tres golpes de cuartel
entre los dos partidos, en un caldo social que -al decir de García Márquez- “parecía previsto por el diablo para las
desgracias de hoy, en una patria oprimida que en medio de tantos infortunios ha
aprendido a ser feliz sin la felicidad, y aún en contra de ella.”[5]
Pero a la escuela también se le ha tildado de violenta. En los primeros
decenios del siglo XX fluye una postura sicopedagógica denominada Corriente Antiautoritaria, en cabeza de seguidores
principalmente de la salud mental, la sicología y la medicina, quienes conciben
la escuela más como un espacio terapéutico y de cruce de emociones, que como un
sitio para la racionalidad instrumental. A mediados del siglo, mana una
tendencia político-pedagógica conocida como Antiescuela,
muy similar a la postura de la Antisiquiatría,
que revelaba prácticas alejadas de la Libertad y de la democracia. En el caso
colombiano, hacia el decenio de 1990, algunos inquietos investigadores
incursionan en la cultura escolar para explorar las manifestaciones de la
violencia en los planteles educativos, llegando incluso a designar un libro con
ese título: La escuela violenta.[6]
Recientemente la entrega de un estudio desarrollado por la Universidad de
los Andes, en la capital del país y en varios municipios de la Sabana, forjó un
nuevo debate acerca del papel de la escuela y el compromiso de las autoridades y
docentes de la ciudad con la prevención y tratamiento de la violencia escolar.
Se mostraron porcentajes, fueron convocados funcionarios y medios de
comunicación, estudiantes, educadores y cabildantes, para discernir el asunto
en cuestión. La discusión continúa más como una pugna de partidos que como un
hecho científico/político e histórico. En esas condiciones, las salidas siguen
alejándose más de los tensos escenarios, donde están aflorando los conviviólogos.
De los violentólogos a los conviviólogos
Desde 1986 hacia acá no cesan las
investigaciones respecto a la violencia como un síntoma de malestar social en
las distintas atmósferas sociales: la familia, la escuela, la ciudad el campo, la
comunidad, el pueblo, la ciudad, la vereda, las instituciones cívicas,
militares y el mismo Estado. “En Colombia ha habido mucho violentólogo pero no suficientes conviviólogos, sostenía Antanas Mockus en la justificación
de los programas de Cultura ciudadana. Pero, aunque
explicar el crimen y la violencia es necesario, también debemos explicar por
qué en circunstancias similares hay personas que no incurren en ese tipo de
comportamientos. Una de las respuestas halladas es que no lo hacen porque su
comportamiento está regulado por la cultura y por la moral y, por supuesto, por
la ley.
Estas reflexiones sobre los comportamientos de las personas, en el ámbito educativo, son del dominio de la pedagogía, pues es bien sabido por los educadores, que hay pedagogía “cuando se reflexiona sobre la educación, cuando el saber educar implícito, se convierte en un saber sobre la educación (sobre los cómos, los porqués, los hacia dóndes)” [7] Sin duda, las reflexiones que manan del estudio de la convivencia conllevan a la imbricación de un nuevo discurso en la cultura escolar: La Pedagogía de la Convivencia.
La
Pedagogía de la Convivencia no es una
pedagogía más, ni es una apellido rimbombante de la decimonónica disciplina. No,
la pedagogía de la convivencia es el
estatuto de la formación ciudadana, sentido para lo cual fue creada la escuela
en el estado moderno y que con el paso del tiempo, con los avances de la
tecnología, con las implicaciones de la economía y con el ejercicio del poder
hegemónico y con la prevalencia del mercado y del consumo, se ha enrarecido,
como nos lo advierte la profesora Olga Lucía Zuluaga.
La Pedagogía de la
Convivencia tiene como médula espinal a los conviviólogos, ésto es, a las
maestras y los maestros en quienes recae el peso político y la energía cultural
de ser los formadores de ciudadanos, más que dictadores de unas clases para las
que los estudiantes no demuestran apetito sino indigestión y para las cuales el
mejor laxante es el diálogo, la conversación equitativa, el establecimiento de
acuerdos tripartitas (familia/colegio/estudiante) y el reconocimiento de unos y
otros como sujetos de derechos sin inimputabilidad alguna.
Ahora que se viene impulsando el programa Salud
al Colegio, merece lugar especial la epidemiología como ciencia aliada de
la pedagogía, para auscultar la Pedagogía de la Convivencia. En
vez de mirar el tema de violencia maniqueamente, es decir como de buenos y
malos, se trataría de estudiarlo tal como la epidemiología aborda las
enfermedades. En esa línea de ideas, el discurso de la Pedagogía de la Convivencia haría suyo, dentro del conocimiento
disciplinar, el concepto de factor de
riesgo para encaminar el hecho educativo.
En la de la lucha contra la tuberculosis, por
ejemplo, la epidemiología muestra a través de una curva estadística, que la
enfermedad se redujo un 90% desde su pico máximo histórico, a través de
estrategias dirigidas a combatir factores de riesgo y tan sólo el último 10%
fue enfrentado atacando las causas de la enfermedad, es decir, a través de
antibióticos y vacunas.
La relación de un
fenómeno histórico/político/económico como la violencia con un fenómeno epidemiológico como la tuberculosis no conlleva a hacer
apología de la trasferencia de un modelo, sino más bien a llamar la atención
respecto a las maneras como se puede abordar un problema social desde la
prevención, más que a partir de la curación. Investigar los factores de riesgo,
documentarlos, contextualizarlos y generar acciones para prevenirlos sería la
ontología de la Pedagogía de la Convivencia.
Trazar las rutas de esas investigaciones, afirmar los matices de la prevención
de la violencia, abonar el terreno para la promoción de la convivencia y
mantener la historia viva como única manera para no repetirla, es el rol de las
conviviólogas y conviviólogos en una patria que reclama a gritos el Derecho a
la Vida.
José
Israel González Blanco
Trabajador
social.
ocavita@yahoo.com
Nota esta reflexión fue elaborada en el 2008 y está publicada en el periódico Escuela País Tinta, referencia que está al comienzo del escrito..
[1] Ver: LAITÓN
CORTÉS, Álvaro (2008). Saboyá:
Campesinos, violencia y educación. Bogotá DC, editorial Códice.
[2] SÁNCHEZ,
Gonzalo y MEERTENS, Donny (2007) Bandoleros,
gamonales y campesinos. Bogotá DC, editorial: Punto de lectura.
[3] UMAÑA
LUNA, Eduardo, FALS BORDA, Orlando y
GUZMAN, Germán (2005). La violencia en Colombia. Tomo I. Bogotá DC: editorial: Taurus.
[4] TEDESCO, Juan Carlos (1995). El
Nuevo Pacto Educativo. Madrid (España): Editorial Grupo ANAYA, pp. 44-45.
[5] Tomado de: GARCÍA
MÁRQUEZ, Gabriel (2003) La patria amada aunque distante. Medellín, Simposio
Internacional: "Hacia un nuevo contrato social en ciencia y tecnología
para un desarrollo equitativo", mayo 18.
[6] PARRA SANDOVAL, Rodrigo; GONZALEZ, Adela; MORITZ,
Olga Patricia; BLANDON, Amilvia y BUSTAMANTE, Rubén (1992). La Escuela Violenta. Bogotá, Fundación FES-Tercer Mundo Editores,
primera edición.
[7] LUCIO A., Ricardo (1994) “La
construcción del saber y del saber hacer”. En: Aportes 41. Dimensión
Educativa, Santa Fe de Bogotá, p. 42.
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